sábado, abril 23, 2011

Sobre Gloria y Repudio en HOY


Rafael Molina Morillo
Libro narra vida militar y
política de Pedro Santana

La primera edición de este libro presentado el martes, vio la luz en 1959, cuando Molina ocupaba un cargo diplomático en México
Escrito por: CAROLIN GUZMAN (c.guzman@hoy.com.do)

Satisfecho y muy agradecido con aquellas personas que le han apoyado en todo su transitar, en especial su esposa Francia, el periodista y director del periódico El Día, Rafael Molina Morillo, presentó su libro “Pedro Santana, Gloria y Repudio”.

El acto, celebrado en la Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito, reunió a familiares y amigos de Molina Morillo, quienes le manifestaron cariño y felicitaron por esta obra que narra diferente aspectos de la vida de Pedro Santana, militar y primer Presidente de República Dominicana.

Jacinto Gimbernard tuvo a su cargo la presentación del libro, quien destacó que Pedro Santana “no fue un traidor, sino una errática víctima de engaños, trampas y malevolencia”.

Al final del acto, los invitados compartieron en el lobby del tercer nivel del Teatro Nacional, un brindis de té frío y vino, mientras Rafael Molina Morillo firmaba algunos libros.

20 Abril 2011, 9:09 PM, Periódico HOY,
http://www.hoy.com.do/rostros/2011/4/20/372410/Rafael-Molina-MorilloLibro-narra-vida-militar-y-politica-dePedro-Santana
(En la foto: Jacinto Gimbernard, Molina Morillo, José Rafael Lantigua y León Félix Batista)

viernes, abril 22, 2011

Reynaldo Jiménez sobre Lago Gaseoso


Y YA NO RETENER TRAS LA VITRINA
SINO INSECTOS CASI VISIBLES
Primeros despegues desde el Puerto gaseoso

Reynaldo Jiménez
coghlan, 24 de diciembre de 2010


Paradesastre o algo así…
CR


es por ese denso sustain de su adentramiento, que en Carlos Rodríguez (Santo Domingo, 1951 - Nueva York, 2001) la precisión expansiva del poema se afianza hacia un desplazamiento —resolviéndose casi siempre con la imprimación magistral de sus “remates” (su rúbrica)— por ilación de incisiones, cuyas imágenes tienden a hacerse reflexivas, aunque oblicuamente reflejantes de una entrevisión (lejos de cualquier objetivismo, ahí donde la inflación identitaria se enquistaría bajo la pretensión de algún sujeto lo bastante permanente como para alegar objetivos y objetividades)

y esa migración inquietante de los sentidos, que se va aspectando en su intrínseca dinámica, se da en Rodríguez en estado conciente de hiato, con total implicancia del ritmo asociativo (entreabre (párpado, valva) entrecierra) y de los (breves, rasgados) periodos respiratorios por los que traspasa el haz observante, corporizándose, rayo o córnea red cuya inteligencia elástica de cartílago va palpando lo que encuentra e incorpora, al tantearlo, como el Hombre de la Bolsa —especie ésta de membrana portátil cuyo continente mismo va mudando, piel sin estructura previa— trofeos de patente insignificancia, en el paseo que se desfonda, meditación habitante de tanto saltar su animal de palabras, como de piedra en piedra, o de vocablo en vocablo el diorama del fraseo

el cual se desplaza —Puerto gaseoso del paseante— con la vibratoria del pasajero por los aires, dejándose él mismo nombrar por específicas palabras, precipitados que lo atraen, lo conminan, lo mordisquean, reportan por un haz ondulante y quizá, en este solo aspecto del proceder, pudiera recordarnos a cierto Lezama de los hiatos (brujo mayor, varias veces convocado por Rodríguez), cuando menos el de algunos recodos (modos de empalmar imágenes mediante saltos de velocidad que configuran intermitente relato, en el preciso y más antiguo sentido de relación: germen del mito) de ese gran angular —dentro de lo incorporal que rubrica su obra— que sería Fragmentos a su imán

aquende las evidentes distancias (no señalo influencias de estilo sino consonancias de entrevisión en cuanto al uso o aplicación de muy elocuentes enlaces, a veces en condiciones de honda inmediatez, sin atajos ni mediación interpretante entre dimensiones aludidas, puestas juntas, jugando con el instante que contendría otros instantes, buscando precisamente ese espesor, haciéndolo tangible a la lectura, vaivén al escandir, con esa raridad radical de un matiz que se desencadena, mientras se desencadena a tiempo elemental en translectura: el acontecimiento) aceza, tras esos recodos de ambos tratados-tratamientos, ambos insulares, el sondeo de lo desconocido, lo desconocido en sí que se aproxima (un desprecio inadvertido, alega Rodríguez, pero inserta: los bosques solitarios y las palabras que no he articulado) aunque por espasmos y fallas aparentes en la superficie de lo cotidiano, lo ignoto irreversible

y siempre, y ya nomás para no retener ni retenerse en la fijación de lo encontrado, cuando el poeta ya no cumple función y deja de ser funcional a cualquier sistema, para continuar con el desplazamiento, la señal (condensadora) de resistencia, la del que observa silencios, ayuno del paraíso, expulsado de la armonía tal vez por mano propia; al que se le achica rapaz el margen a filo de la experiencia vital o se le hincha la incógnita que lo desborda, al borde del apagamiento de un astro en sí, pero sin soltarse el ánimo de la conciencia, aunque no la voluntad exploratoria, precisión que afila el acecho, afinación y cultivo de esos puntos secretos de donde (de ello, dan fe) surgen los poemas de Puerto gaseoso


En los rincones de la tecla, oculto una garganta y un disímil
que olfatea cuanto hay de grande en las redes y los escupitajos.
Señora Arpa de las letras, Vicente.
Yo adoraba los confines de la sangre,
el zigzag de la entrepierna.
Veía, nunca revisaba.
Una obligación contraria encendía los huesos y el festín
que parpadea y traza el número maldito con la vocación del cielo.



¿pero qué es decir lo desconocido (su desmentida —ignoto, bien podría ser escupitajo: indudablemente es un disímil—, su invalidación incluso de estas sobras del asomo a nuestro pasmo)? ¿quizá como una esencia que de tanto en tanto germina (la “conciencia sensual” en las particulares guirnaldas asociativas del fraseo concéntrico, en Rodríguez) cuanto sabe arrasar? y, no-siempre-tan-claro, ¿lo desconocido en tanto inagotable fuente de fragilidad, la cual se necesita, necesitamos, intacta conductora del trazado (porque habrá, también, una mano que conduzca al poeta, como si pintase letra a letra la inseminación de su estela) en acto y en tanto condición de observancia (vibratoria)?

pero si en efecto “el observador no ha dejado de ser un solo instante lo observado”,* quizá esté implicado el que CR (se y nos) aceche desde sus inscripciones como en trance de emanación, y que lo que suelta su hilacha cantárida vaya dejándose aguardar en suspenso, como al abrigo paradojal de la intemperie el trámite de una indagación sin más objeto que Ello Mismo, “ahí” donde ponerle letra a lo tarareado por la observación es asimismo meterse a ser y estar en Lo Que Es, a como fuera, sea o no (¿por quién?) percibido

(todo lo cual hace cundir, casi al margen pero no tanto —porque Rodríguez como cuántos otros es un poeta todavía no suficientemente publicado— la pregunta por el supuesto de una variable en peligro de extinción: ¿qué es un lector de poesía? ¿cuál es esa variable de frecuencia que hace a su específica percepción, incluso su certeza de estar leyendo realmente un poema? y, a falta de suficiente porqué: ¿cómo se da esa anomalía, el poeta, sino como primer lector (paseante) en trance, encarnación de esa variable —hasta entonces y aun después: Lo Ignoto?)

misterio de la presencia (y aun más de la presencia activa, que, para tocar la realidad, interviene adrede y amorosamente los signos, se diría que existe para intervenir, venir-entre, provocar otro porvenir que no sea el pedestre dictamen de un predestino: una labor de avispada transmigración de-lo-sentido) donde el sujeto llega a estar —ante el sin fin de la experiencia observante, que en su deslizamiento lo circula porque lo pone a circular— como en un hilo, quizá hilacha-voz que persiste renacida en la inscripción (no consignación ni resignación)

en parte acción restauradora de lo negado, de lo soterrado y aún sin forma (del matiz sensual, incluso provocador, hasta cierto punto obsceno como quien sacara la lengua y “mostrase el órgano”, pero con pátina que se aprovecha de los siempre generosos repentismos a medida que la escritura “trae” (de lo informe): veo a Rodríguez como avatar del poeta inspirado, en cuanto enchufado al propio proceso inspirador, en esa exacta implicancia, con que el poema, a todas luces, reconecta)

en parte acidez corrosiva (del consenso estructural y su recorte tacaño a los vínculos, “microdramas de existencia”, que oscilan) mediante un refilón, cuya ironía desencaja, gusta desencajar, siempre en algún punto, porque no encuentra ni busca un término medio, porque al no promediar no sigue una línea (más bien aborrece de la noción, no menos predestinal, de linaje: se escucha al leer aquí la voz de uno que dio un paso al costado, uno que atiende la corriente y es así como deja, y hace, correr), porque no recurre a las facilidades (imaginarias) de la puesta a salvo en el sarcasmo, porque no castiga a nadie (Rodríguez trabaja la ironía, la cual en esencia autoimplica, dirigiendo la mirada hacia el constante foco cautivo, quizá fascinado, de las tensiones interiores: zona indómita del hiato-mito)

debido quizá a la vertebral ausencia de objeto que hace a la meditación (donde el sujeto elocutorio permanece en inminencia de acecho, un apartamiento observante en apariencia delimitado por una intriga de microscopías (los pequeños sucedidos que rayan —y enloquecen— hasta lo imperceptible) (donde el quién-es-quién se des-sujeta y ya no pretende soportar definitiva identidad: ¡ríe!), es que CR sin más vértigos salte de lo intra-especular a lo trans-especular (el espejo en tanto vidriado cortante), a la salida del sujeto (esa específica y constante erosión de la Totalidad) por todos los poros de la transmisión, la cual, por más escrita que esté (y ésta, por cierto, está escrita como pocas), apenas pasa (pero repercute) la página

la presencia, observar presencia, así es cómo escribe CR, en señal de partir, de atender el avance de lo ignoto y su (vital) arrasamiento: no una-cosa-más en el mundillo autorreferencial (y reverencial) de lo acosado, sino por completo investido de otro concepto de elegancia (otra respiratoria) para hacer, por insignificante que parezca, del paso (del desplazamiento) implacable observación (esto es: no la seducción mediante las formas apropiadas y las articulaciones competentes, sino la furia del lujo discreto de las costuras a la vista, el goce —desmesura parca— de las fallas y sobre todo del acto continuo de mostrarlas, elementos constitutivos de una atmósfera o condición atmósferica, aura en harapos, jirones interdimensionales que el poema, trilceanamente, alumbra)

la insumisión que hace a la mirada es por ende mucho más que chapoteo de un vistazo sobre el mundo, como quien pasara el trapo de su lengua legal, legitimada, al que la poesía consigue en tanto urdimbre conectiva al infinito (el del afecto); mundo al cual, de a poco, la palabra de CR va empujando, despacito, como el oniscídeo su bola creciente de humus ¬—empujarlo querría decir llevarlo hasta detrás del borde de toda fijación aparencial, habitándolo por intervención vibratoria más que por implante ideológico: por oscilación interpelante de los sentidos más que por instauración de otro código estético para interpretar “poéticamente” el mundo—

porque tal vez en esta interpelación suya (y quizá nuestra) no quepa, exactamente, un mundo, en cuanto preestructura administrativa del sentido implantada reglando la sensibilidad, en cuanto domesticación del rebelde original, del infante (anciano en germen de toda posibilidad, depositario por ello de un cierto conocer necesario, capaz de incorporar lo indeterminado núcleo activo de lo ignoto) o su continuar percibiendo, sin cerrar los sentidos en la univocidad, sin clausurar jamás el destello que late, aun en su turbulencia magmática, preinaugural, antepifánica; cuando las pátinas de lo atrapado, en sus particulares tanto como en sus universales, se disparan, fuegos fatuos de una línea que se pierde (sin perderse del todo jamás, pues ¿adónde se perdería?): espiral inclusiva (incisiva) de todos los vértigos

dejando al aire este espeso saber del manierista / y el matarife: allí (en el poema “Ulises”, último del índice del paseo gaseoso, ése que justo deja sonriendo abierta, de boca como de piernas, la invitación al viaje hacia Nadie) donde La disonancia es el acto lógico del astil, / corroborada fuerza, estriada y a veces chamuscada por el orden…, ya que, si, crudamente, El mulo obedece al látigo. / Continúa el atril, asimismo no cabe ya duda que, mulo que ya se nutre del abismo, El asunto es el rebuzno, pues, y lo complota el propio paréntesis: (la disonancia es el acto lógico / del atril)

elegancia en la colocación, en la medida de una toma de posición (disonancia en primer plano pero para otros consonares) ante el lenguaje, esa aparición real, esa confluencia crítica entre el presenciar y la presencia, recuperado con precisión en tanto desfondado de origen, pronunciar para observar ese desfondo y su sinfín, sin mayores presupuestos (ni expectativas de ganancia ni temores de pérdida: ahí la fibra flexible del funámbulo que se manda a navegar a sabiendas de su precaria-potente-suscitativa nave de percepción): hablemos por un momento de este tipo de elegancia expresiva que justamente lo es por no apoyarse en los prestigios del recurso ni confirmar con ello arreglos de conformidad (lo desconocido manifiesto en la disposición)

ya que se planta, cerebral y amante, mediante alianzas articulares lo suficientemente elásticas en lo verbal como para catapultarse más allá (no en un más allá sino en una ampliación activa del acá) y en haces de insurgencia el pensamiento, o se precipita éste sobre la base de un rebote grácil, al barajar sus imágenes-incrustaciones, preparándolo con ello para (dar y recibir) graves saltos en crudo y delicadas caídas libres, casi flotantes

(hablemos asimismo del acontecimiento, transverbal, del afecto que hace a la abundancia de posibles entradas a la conmoción, a la deshora de leer-presenciar en volumen el íntimo Puerto gaseoso, su claro carácter de frecuentada intimidad: y no otra finalidad pudieran tener, en cualquier caso, estas gruesas acotaciones, meros pies de página, sino invitar al receptivo lector a esa deshora)

y es que este poeta, como no muchos, está en verdad colocado, en ello dramáticamente consiste su razón de evidencia, el relieve con que aduce-induce sus imágenes, la (sincera) autonomía de su sintaxis, la cual tampoco favorece ni promueve aparentes comprensiones (una solución razonable al enigma trasuntado, e incluso una resolución que lo decrete) sino que, desafiando lo linear en que solemos enfrascarnos, aviva una vez (y otra) la incomodidad, condición del desplazamiento, raíz nómada de la percatación, al mismo tiempo inequívoca señal de vida en áreas de la mayor restricción de la interioridad, del “infinito interior”** (señal que el observar nómada envía a la conciencia-desplazamiento)

el individuo que por no ahogarse en la resignación y respirar, sin mediaciones, los signos activos, señales ellos mismos de una insignificancia harto elocuente, por lo demás arrasante, da, sin embargo, pelea de ironía y flexibilidad (tonal, entonante) a las totalizaciones y a las totalidades: rebeldía originaria la suya porque resistencia natural (en un contexto donde, además, los valores —así fuesen valores en la composición verbal— suelen pintarse maña y artificio)

el quid implícito aquí —a la altura enrarecida por altitud y honduras, de experiencia (antedespués de cualquier “Cultura” o “Arte”), donde cualquier imprudente afirmaría notar la condena del poeta a ser un eterno dominguero, marginal aun entre los marginales comprobados por sistema (ése del Arte, de la Cultura y otros biombos)— podría ser cómo mantenerse sobrio aun en la cresta de la suma (procurada) ebriedad: conmovido, es decir en el origen

y, según se trasunta, de tan fascinado por la condición de micro-tragedia (célula, sema, punto secreto, secreción del pensamiento, gotícula de alcohol para el surco en que convergen el apetito y los enjambres) que asedia de raíz las construcciones verbales, casi perplejo (salvo porque, nada menos, actúa, es decir vive, interviene, en tanto transmuta, con su palabra pulsante, reparatoria en su afán de contrarrestar lo desolado) pero sin perder la ilación semoviente del pensar, sus dinámicas furtivas más que sus factibles conclusiones, más aun cuando surge del asombrarse hasta (sobre todo) de lo que insignifica


¡Qué ocio este deshermoso!
¡Qué millaje retinal!


y se coloca (el poeta) solo, a solas prendido a la teta de su escucha, para articular suya transmisión a otros solitarios (¿acaso usted conciba otro lector que no sea el lector-en-poesía, aquel que ceba lo que liba?) porque así el soma en aura germina y se torna acción, palabra para habitar y de hecho acuciante, en su escrutar, tal este quedarse escudriñando (hasta, precisamente, lo que quizá no se desearía saber) ante el esplandor en movimiento continuo de las cosas en los signos, e incluso diríase la reciprocidad en sí (ese hilo) de ese movimiento (no sólo pendular) entre los signos y las cosas, es decir entre los seres y sus modos, entre las modulaciones (frecuencias) del estar atento y la atención, que podría ser un reparo pasajero que no ampare ni desampare: no una indecisión del sentido sino una propagación de lo percatado que al cundir eclosione hacia Dentro del Quién

lo vívido puntualísimo aun más que “la vida” abstraída de sus afectos, la singularidad en posesión de sus móviles (pensantes-sensuales-despensantes) para ese (nuestro, también) desplazamiento en escucha, escópico, en actitud receptivo-crítica, no viéndose, de ninguna manera, impedido —al menos por lo que de inquietante y de oblicuo deja también en suspensión su fraseo: sin puerto de arribo— de devenir enigma (y nunca otra cosa)

sobresalta en fin la consideración de ese interior, que el dibujo del Hombre de los humanismos (sus “realismos”, sus “exteriorismos”, su ancla en la Centralidad y la proyección, o sea, todavía, y va rayando el siglo xxi, la mecánica panóptica, la ilusión —atrocidad del poder que abomina de la magia, incluso o sobre todo cuando la somete a definiciones funcionales— de un detrás o un por encima del espejo, e, incluso, de una constatación cualquiera en el reflejo) suplieron con tanta “extirpación de idolatrías” (de lo informe, lo impensable, lo inmanejable en tanto posibilidad de reparación de las marcas destinales, de la repetición cualquiera sea así como cualquiera el plano en que se dé) con su absorción de aquella vastedad

cuando lo imperceptible muerde —quizá remuerde— desde dentro, al interior de toda delimitación perceptiva (si roer es ya mucho decir), y esto, incluso, mucho más acá del hambre insaciable del enjambre de los logos y sus lo(g)ros (y lo que dejan o no dejan de decir), sus topoi y sus concursos de partículas y tantos recursos, más o menos atentos, para medir y consignar, formas de atrapar, las formas mismas con sus implícitas capturas, todas ellas trapos danzarines de lo que fuera la vestimenta del ser que se desharrapa con la insistencia del viento de la atención si es implacable, y, ya que toda vertebración es en esencia oscilante


Los tropos son una caja celular,
un panal de dígitos
que oscilan mis vértebras entre tales realidades aprehensibles.


cerca del tiempo medular que se aprehende en la oscilación de toda vertebralidad, en ese temblor que es lo preciso —necesario y justo— y mucho más donde y cuando “ya no hay”, donde quien se percata deviene enjambre de intuiciones (la observación, laboratorio portátil) y liba la realidad para destilar, en todo caso, un destino en eclosión, atravesando el aguijón de su inteligir la carne renacida a la lumbre de un calambre (resorte de perplejos, pero en el foco fluctuante que hace al movimiento oscilatorio, salto de caja para ya nunca encajar)

o cualquier gesto involuntario (tic —abeja del aguijón imperceptible que enhebra de salto en salto un aspecto ajeno a cualquier obediencia, como remanencia de otra integridad, anterior al sujeto o sus gestos— apenas relámpago más acá del observador observado) (sobresalta hasta la menor intención de fijarnos algún rostro, sofocarnos con la máscara identitaria) que el poema acepta, lo cual nos pone de frente a la diferencia que existe entre la actitud disruptiva y la inclusiva (notemos en esta última la posibilidad de rastrear una conciencia —una política y una práctica— del mestizaje como caldo de cultivo, como vivero para la hoguera verbal, la que pudiera reunir la tribu dispersa, la escucha policentrada, la irrazón magmática de los rostros, de las circulaciones, de lo conectivo en sí)

CR desenrolla un papiro miniado (sembrado) de pinceladas, a veces punzantes como atenazadas espinas de la memoria (personal y colectiva), a veces sutiles como vestigios del futuro (anonadamiento que hace lugar interno a la vastedad imperceptible), cuya iluminación*** dé acompañamiento (no apenas seguimiento ni consignación) a la conectividad descentrada de intensidades verbales, entre las islas imaginarias del fraseo, las escenas del instante habitado y transmigrado a la página

adonde persiste, onda expansiva, asimismo implosión, para arrancarnos la barrosa mascarilla de certeza sin dejar de alumbrar la inminencia, el sendero que se atisba entre los matorrales del acecho, hecho de ínfimos accidentes —inspiración incidental—, climas para la entonación, aunque de apariencia plácida ella misma inquietada, revuelto fondo de perplejidad existencial, al prender guirnaldas que sorprendidas nos encuentren en su velocidad de entidades al atravesar la lectura, desvertebrada pero no invertebral, del que se deja leer, sin por ello dejar de intervenir, mover frecuencias y magnitudes, según la noción de que, aun en el intercambio de reciprocidades que hay en todo tráfico interdimensional —labor—, La hoja es volumen ancestral

para vista de la medular serpentina de Carlos Rodríguez, dedicado como está a la perforación puntual de unos implícitos, del Gran Implícito, inclusive, para nunca salirse del proceso en acto, así como de la migración instantánea (hiato en que no hay uno u otro) entre un pico de conciencia y otro de presencia, en la breve cordillera del paseo, reverberación desvertebrada pero incorporal en su sociedad interna de fallas y accidentes extirpados con lupa en la minucia del furioso artesano, remitida a su función aglutinante, tal como se acierta a convocar en “Un asiento”, otro poema tomado ahora como hilo apenas entre tantos que aquí concitan y del cual recitando volver a tirar, a ver qué vuelve:


Había esperado una sirena en la madrugada de un papel.
He vuelto los ojos y veo el disparate de una cabellera.
Al voltear, un ala roja, un escupitajo sideral.
Entre tanto hay un coloso vestido de mañana y de tiempo,
un espanto para los letreros,
quizás una carcoma en las cuerdas
del que suena y pone la garganta a tono bajo
para que no haya ruidos,
sólo un gusto musical que agranda al esqueleto
forrándolo de frutas frescas que queremos.


escupitajo sideral, carcoma, pero también una cabellera que se dispara, hiperestesia que es dilatación del esqueleto (ya devuelto inhumano a la fosforescencia), el devenir por entre tanto encarnado y tanto desencarnante, la presencia en tanto aparición continua que sólo intermitente se (a)percibe: resuena aquí una alianza con la mutación incorporal (en esto quizá también Lezama, su proceder corpóreo con su ingesta imaginante) donde la limpidez, redondeada de tan pulida en Rodríguez, en ciertas imágenes no deja de (hacernos) concurrir al interregno

la concentración del que observa el desplazamiento del sentido condensa el aliento en una convergencia de oblicuidades, diagonales que van trazando el área antineutral por excelencia, la vera Tierra de Nadie, pues quien habla y se retrata a un costado de la escena deviene él mismo una anamorfosis cuyo original se oculta y se revela en los entrelazos del fraseo, ahí donde parece que hubiera una ilación, y por cierto la hay, pero jardín sin senderos, como en cierto hiperrealismo de lo ignoto, que se hace sentir en algún ángulo del espacio inaugurado, aunque lo tenga en vilo por completo, y, más aun, lo contenga uterinamente, pues se trata de un sentido que está transmigrando

sentido que se encuentra en el recorrido, por lo tanto en lo irrepetible de cualquier combinación entre los accidentes, propios de la escritura que los va incorporando como parte de su repertorio de efectos sin causa y la sensibilidad particular en cuántos momentos oportunos…

y el acentuado implícito del cierre sin suturar del poema, promesa del verano y de la vida nueva, festín de un paraíso que se escurre a grandes rasgos aunque retorne, de pronto, como certidumbre casi abisal de la imagen, será mera abertura (la aparición frutal de lo carnal y la frescura en bruto, por completo inhumana, cuando el querer crece implicándose), enredadera de sinapsis

afecto y querencia, sin ir más lejos, ya no distinguiéndose en el acto vital, en el pronunciar (el envío ajustando a la respiración) con su todavía (esperanza en cierto modo devocional de quien se inclina, pese a todo, sobre la página cada vez más abierta, porque ahí se copia la otra certidumbre de lo imperceptible que por reflejo oblicuo contra la pátina de las palabras o en sus intersticios aún se deja, ciervo veloz, adivinar)

acto vital será, pues, percatarse, sin (pretender) resolver al fin ningún dilema y quizá sin la presencia legitimable de algún percatador de dilemas, ante el inexorable desgaste, en primera instancia del sentido que parecía vincular a las palabras, pero para no llevar nunca esta percatación a la parálisis del sentimiento que piensa ni reducirla al cliché paranoico de la entropía (lo desconocido simplemente, sin el requerimiento —ni la chance— de retenerlo), donde ni el dolor soterra la ínfima epifanía que orla o eleva al propio deseo, voluntad aún de fusión mediante la envoltura ampliadora de la percepción


¿Un ojo es el ojo?
El ojo otro ojo, ojo, ojo, ojo, ojo, ojo, ojo Armand.
Bonita escena de los suspicaces.


en sus poemas, CR está trasleyendo todo-el-tiempo, el dolor tanto como la dicha, chamán que aprendiese a roer las raíces de su propio destino, para convertirse en el propio flujo de su borradura, ascesis ni ascendente ni descendente, ascesis de la observación —ahí donde otros verían imágenes objetivas o relativas, observar vía escritura las c(u)alidades de energía, los desplazamientos de fuerzas y las sinergias inter-dimensiones— planeando a milímetros del suelo pero con el mismo riesgo físico de quien observa silencio porque ahí, en el acto del gesto de “guardarlo” —no acapararlo pero sí condensar el silencio—, construye un móvil de filamentos con la sola fuerza de fuga del transmigrante: A mi fragancia tropical de invierno cuasi

—aquel que de su condición social (por ende bien relativa) de migrante (aunque esto vaya mucho más allá de lo biográfico) reaprende en su constancia de observar las “infinitas formas” de delinear alguna completitud (en su homenaje o en su atisbo, si se quiere) a través de rozar, cuando no penetrar, los haces de los matices, la insignificancia misma, la cual, nunca se sabe, es plenitud transmigrada, haya o no haya Mi Destino o Lo Nuestro donde “apoyarse” o trátese de múltiples e irreconciliables sentirnos

no es que, de tan supuesto falseado, el lenguaje se haya astillado —inescrutable, en el caso de los poetas, como unas tripas que hubiesen hablado, antes, en el antes del mito, el antes indómito— ni tampoco que la banalidad interesada por la conservación de una sintaxis (una construcción del poder y todo aquello que lo refleje), por ejemplo de forzamiento restrictivo, se hayan desvirtuado los procederes reintegradores en la poesía como acción de incorporar, suturar, reunir, despertar, en atracción vinculante, las reciprocidades secretas y, en intensidad, las explícitas contradicciones y aun la evidentísima incongruencia ambiente (eso que llamamos, no siempre sin descuido, nuestras vidas): reintegrar lo imperceptible a la consistencia verbal, única medida real de la percatación y sus alcances en la práctica de reencarnar la palabra, y la magia en cuanto esa percatación —porque mueve al percipiente, al que devuelve a lo percibido— ampliadora de lo real

lo astillado sería otra vez la receptividad, la de nuestra propia capacidad de entrega, de confianza en la magia y su fragilidad esencial, disminuida a primera captación por los mil artilugios del entristecimiento general, donde el aspecto cóncavo de la conciencia receptiva parece estarse disolviendo por el ácido torrente de lo deceptivo y lo repetitivo, al menos dentro de la condición urbanita desde la cual escribimos (también Rodríguez), es decir remito a una poderosa atrofia, cuando no mutilación reincidente de nuestras capacidades de consonancia natural, ya que en estas urbes capitales nos resentimos tan ajenos a la naturaleza como si ya no fuésemos cuerpo, como si tuviésemos algo y la carne habitada no fuera más la fuente de hambre de las palabras verdaderas, a la vez que receptáculo de lo intenso en sí, con su entropía y con su epifanía

y el pequeño para-altar sincrético, asimismo expandido hacia lo microscópico, para que el fraseo retorne banda continua a la oración generatriz, con su matiz de coloraciones que se funden para la imagen sólo verbal (instantánea del movimiento que la despliega, reminiscencia de ancestralidades ellas también imperceptibles, que, del magma de ilesas latencias, sustrato común, el mago extrae):


Trastocada señora de las manos cobres, he aquí
el recuerdo sol de los venados.


no es que el poeta, CR u otro, se haya quedado hablando solo, sino que se ha hecho brutalmente palpable la raridad a la cual se condena su expresión, o a la jerarquía específica de su labor con la palabra, por ignorancia, por temor a lo desconocido que el poema indaga (y aprojima), la condición exploratoria del poeta auténtico, muy lejano por cierto del fantoche cultural a que suele asimilárselo, especie muy desdichada del fabricante de poemas, capaz de llevar adelante una carrera literaria ahí donde, en cambio, para el transmigrante no cabría otra verdad que la de entregarse a su constante atravesar cualquier demarcación (incluidas, añadamos, las bellas letras y su cohorte)

y esa entrega, que será de por vida, sin atenuantes, daría asimismo la peregrinación por entre un ritmo que transmigra, que coloca aquí lo de allá y retrotrae acá lo que aún no surgía, asumida fuerza de ese impulso amanuense de una entrevisión, como en las fabulaciones y atrevimientos simbólicos durante el Gran Mareo, sobriedad impecable detrás o por dentro de la secuencia ebria, punto centrífugo de la conciencia ampliada por observación alerta en la pecera de inmovilidad del progreso (o como lo llamen ahora) y sus construcciones

donación, aun en sus aspectos destructivos, hacia la integridad del ser, individuo y singular que, espina de insignificancia, se introyecta sin embargo en lo roto y lo incompleto, lo separado y lo trabado, pero para proyectar bastante más que un cuerpo resucitado de la insensibilidad general: quizá el reguero de la intuida y ciertamente percibida (entonces) completitud, desde la inscripción inspiradora del poema, cántarida cuyas patas y antenas son signos, justo en la medida de hacerse gestación el gesto


He iniciado una articulación voraz.
¿___________?
No sé si es una consecuencia lógica,
un atributo, una fisonomía para dormirme,
un malestar.
(…)
Lo dije de repente en las ovulaciones cerebrales
y estos diques y maravilladas muecas del logos.
No hay que escindir sino maravillar,
activar las consonantes que bostezan sin vocales
¿fuertes?
i hembra con u personificadas dan a la jauría.
Se abre el panorama y los cabellos son los mismos.


donde la vox escrita singular es transpersonal sin apartarse un ápice del secreto roer de su adivinanza, donde el adivino se prepara para que el receptáculo advenga, dejando, en el espacio vacante de lo que se suponía su identidad, para advenimiento de la discreta modificación de un cierto mundo (y sólo de éste: comenzaría con una inquietud, con la sospecha de que hay algo más que biombos electrocutados y posesiones que inventariar)

porque la transmigración se produce únicamente a partir de una borradura involuntaria, que es aceptada, con toda la hibridez del caso, quizá no borradura de la herida originante del lenguaje expresivo, quizá no de la aspiración a la completitud, quizá no de la perplejidad ante la sinrazón: quizá la borradura de la intención misma del decir otra cosa que esa otredad a que las palabras mágicas inducen y las va conduciendo, si se le presta suficiente asombro, por el torrente suscitativo

quizá no estemos hablando sino de ese tipo tan raro de inspiración elaborada que un lector más o menos atento puede recibir, incluso, como inspiración para sí, para su propio alimento: desde la apetencia, pasando en efecto por la boca, hasta el origen siempre manante del misterio en tanto afección incorporante (jamás corporativa) o, cómo no, en tanto irrigación afectiva que va reuniendo, enhebrando, trazando la red vincular y conectiva, la sinergia raíz, marca a su vez de encrucijada afectivamente decisiva en cada instancia del camino, que la poesía de Carlos R. recupera, no como fatalidad predestinal, decíase, sino una contemplación en el arrebato, transida nunca transada, como deriva que microscopia los ínfimos-inmensos desplazamientos de la percepción afectada, afectuosa, sinuosa y sin embargo sin atajos especulativos ni recaídas en la descripción ratificadora


Encendí la música por tal razón para callarme.


el protagonista de estos poemas no deja de situarse al margen de su (ex)propia percatación: asistimos —en cuanto a escenas de un solo itinerario que por supuesto quedará incompleto y ello, con precisión, ante la vista del lector— a los furtivos y a la vez detenidos anillados de percepción de un paseante que no se extenúa con el sobresalto sino que, amansándolo, de a poco, le va añadiendo, por reír, por alegría de encontrar matices para lo que no podía, hasta entonces, ser expresado, una cierta pátina de calma

ahí la espera confiada en el oficio (en el ah…) es asimismo hacia la borradura, en la trama umbrátil del entregarse, ante el lector, como en una otra desnudez, de índole superior, por inatrapable, a esos voltios suicidas / que vendan otras cosas, un final que es cuajo diferente, / una fina, atroz doblez sin la garganta del católico

y cómo no remarcar, por ejemplo de atroz doblez, ese precipitado (por lo menos) bífido entre el vendar y el vender, que desata el fiel desrielado de la línea, casi por mandato del propio lenguaje, justamente a conciencia de la revelación instantánea de aquellas potencias que se desplazan por estratos del pronunciar, que disparándose elipses hablan por sí solas y de las que el poeta no guardará otra cosa que un cierto goce, nada autista por cierto, de asistencia conectiva

pero decir conciencia es abrir tanto el juego que más conviene ver cómo CR vuelve, sin (pretender) resolverse realmente en la fugaz imagen, si lo que cuenta es justo la visión entrelazada a su inminencia, sobre una tensión de fondo, propia del ritmo asociativo en que la respiración no se disocia del hiato que no inhala ni exhala, ahí donde la presencia continúa sin más dominios, sin soltarse, la atención lastimada, de ese pincelar de párpados indómitos:


Pobre esta chispa de suicidio que doy como líquido en la mañana
que arremete contra todas las razones y sorpresas de la metafísica.
Pondré un punto al final que ya presumo porque tengo que habitar la lumbre
del buen día.


hablamos de pequeñas pero gravísimas incisiones (en el soma, en el aura) que parecieran ya no sólo graduar los timbres emotivos de la prosodia incantatoria, función que cumplen con notoria destreza creativa, sino remontar “corrientes generales”, una temática acaso estallada entre los r(h)umores de este libro, puerto adonde no se ancla y que se encuentra en perpetuo desplazamiento de los puntos de llegada o de partida, por ende un lugar propicio al desencaje, que no se ubica sino en cierto estado de no-fluidez y de no-solidez (la sobria ebriedad traspasa su oxímoron)

la diseminación de lo corpóreo en aras de una lengua marcada por la voluntad de intervención contemplativa y las involuntarias, quizá esperadas, devoluciones con que esa incisión impacta, bajo certeza mágica de que toda acción amplifica sus efectos, más que nadie sobre quien la ponga en movimiento, ¿será un asunto de niveles de conciencia, sólo asible mediante los trémulos anzuelos del fraseo-devenir?


La entrada a la posición del águila sería la pena
de un desliz irreductible, corvo.


ahí donde se articula la escritura que, porque interviene, porque incide, es a la vez receptáculo centrífugo de las corrientes de transmisión implicadas: Carlos R. trabaja esos márgenes de espejismo, en el implante mismo de lo cotidiano, donde la energía verbal resurge como herramienta de adensamiento propiciatorio del sentido, pero no de uno constatable sino de uno de persistencia tan inconstante como las derivas del afecto, itinerario de la conciencia encarnada que atiende lo ignoto que la nutre

y es de esa especie de rastros que venimos achispando, con un poco de suerte, y que en la poesía de CR proliferan: huellas de tránsito, a flor de piel, que van dejando a su paso un señuelo a la intuición (deslectora) del misterio, sea el nudo aparencial que sea, seamos aún los que siguen entrando o quienes van saliendo, aunque se nos pudiese clasificar, por una mano o por la otra: Ahí los corazones, la peña del relámpago…

esa elegancia del enhebrar, que es la posesión respiratoria, inmersión en un desliz viboreante, luz de kundalini, hágase-por-dentro y nada menos la espesura que afuera no hay, porque —vertiginosamente se sabe— alrededores de la realidad no hay, ni siquiera en los arrabales urbanitas de la saturación y la angustia, llámense suburbios de New York u opacidad al fin traspasable de todo un sistema de vida


Los anales no son un pez, una raya acuática.
Algo sale del bolsillo y todo es primavera.


en “Novel sentido” CR espeta, bien a la cara del lenguajespejo, con fidedigna sonaja en la garganta (perla que se desliza por el diapasón de la rasposa voz del rijoso que no plañe porque mantiene en vilo ése, su pensar dispendioso, mientras muerde el bozal de nuestra esclava rutina, de percepción amaestrada, de captura paranoica y sin vínculos del corazón, que parece sostener la cresta o el copete de un cierto orden, o su presunción) porque se trata de remorder la almendra de todo impacto así como remover el quiste de todo juicio (pre = post), comerse, en fin, como en cualquier maleficio, cualquier hechizo (distracción, inclusive), el remordimiento mismo del sentido:


Los estrujé al enjuiciar sus cálculos, su orden rigurosa
en mi espacio de carne que avanza al caminar
y obtiene mi sorpresa y un matiz cigüeñal porque es lo que me
llega y es la trampa esta cordura vespertina.


la veta conmovida de esa otra cordura o sobriedad,**** la que atina a desdecirse para inferir una otra esfera, abarcadora, capaz de hacerse cada vez más envolvente por abertura pura, inclusiva decíamos como en las plegarias del Deseo al deseo

CR deja que, durante la lectura, el fraseo trabaje ambos hemisferios cerebrales, a los que hace converger como en un tratamiento estéreo de simultáneas convergencia y disociación, entre la conciencia compositora (y su voluntario trastrocar) y el hambre irradiante (y su alimentar la sensación), por lo cual las contradicciones del ser, un singular que no se resigna en su sujeto, individuo que no ajusta identidad, conviven con la visión interna, lo cual equivale a una voz en los desiertos de la apetencia y del rechazo preguntándole quién eres nada menos que a La Prosa

se estira, para atravesarla, hacia nuestra captación rectilínea y la delimitación de sus domesticadas perspectivas, la presencia hipersensible que se abstrae sin dejar de escucharse el pulso, que también puede ser un sabor, una escueta tos, una regulación del habla. / Hay explícitamente una discordia, un par, un segundo / y un atajo en la noche del camino o como en “Olas maléficas”:


Las maneras cambian cuando es un depósito la entonación
altisonante del esgrimista.
Todos fingen en la parte trasera y alteran la puerta
con episodios y cadenas
el entretanto es la sustancia o la pasión, la alquimia
que resguarda lo entredicho.
Pero no es tal cosa ni tampoco un templo de arpas
lo que se desgañita y atrapa la cordura


o “Torso”, otro toreo con los repliegues y los despliegues, igualmente magnífico, de fluxión esculpiéndose a medida que surge, como las oscilaciones de un astrolabio magnetizado por quién sabe qué númenes del desarraigo, en cierto modo alimentando su hambre de precisión (en el sentido de la temperatura verbal, del microclima que continuamente destila) con circunvoluciones oroides evocadas como constelaciones microtonales


Se ha hechizado el antro (despierto) al levantarme.
Hablo a las oroides y a unos vientos que he inventado
para idealizar lo que no existe en los lóbulos de la iluminación
de estas regiones sudorosas.
(…)
¡Cuántos países, cuántas sirenas y locomotoras he pensado
detrás del ojo oculto y la persiana plástica de un cuarto rebosado donde
exhalo una garganta de sonidos,
un escondite con ramajes y un tótem barajando datos, sangre,
una cuadriga que tiene un sólo lomo!


un tótem, una figurilla con un sombrero mexicano, moluscos de una taza, son representaciones posibles de esa otra oblicuidad, numinosa, que no se encuentra en apariencia entre las fuentes centrales de la lumbrera del paseo gaseoso, pero aluden al numen, lo muestran en uno que otro aspecto de su rotativa imprimatur, de su calcar lo desfondado, lo desmarcado, lo observante y trasladarlo, como en arcaico deslizar del entusiasmo, por una pasarela de andariveles velozmente superpuestos, como por el rayo de un entrevisto dolor que no será otra posesión y que en ello iguala con las palabras

el cual no lo expresa ni ambos se acometen ya al juicio de la conciencia o al sostén del poseedor, sino que se comen los bordes para fundirse en un tercer elemento, de naturaleza metamórfica, que no puede ser aludido pero sí incitado, azuzado, incluso, cuándo no, construido con calambres y la púa del anzuelo emocional: ¡Si sólo supieras el misterio de mis párpados! (en el poema titulado “Neruda”)

y está ese nivel improvisatorio, la pasta cromático-articular amasada frente al lector, sin escamotearle información gestual, más bien poniéndola delante, prestándola sin juicio posterior tal como hasta ciertas posibles erratas de trascripción que, a manos del propio autor, tal como las dejara, informan a su vez del mismo estado incorporativo en que insituaba su conciencia de compositor

es cuando entra el ruido germinal de la vida que el poema se aligera de su literatureidad para recomenzar a intentarse, mano de Escher que no es sino la banda de Moebius de lo imperceptible avanzando en un desplazar giratorio de vórtices (“flujos turbulentos en rotación espiral con trayectorias de corriente cerradas”) sobre la estancia de las evidencias

otro notable entre muchos es el poema “Introspección de un culto”, en que la confianza en el manar constituiría la articulación propia del poema, donde no habría exactamente apelación o uso de recursos sino encarnación, un hacerse presente de Nadie en el desconocimiento mismo de lo que va surgiendo, sierpe respiratoria de la escritura


Puesto todo en escenario () un color dilata el eco y los
cristales ovulados (supongo es un prisma
(me gusta esta palabra como otras que siguen a mis páginas
siguientes)).
¡Nah!
Sólo veo unos lapiceros y un bostezo concentrado
en la delgadez de lo que traza la oxigenación de unos paraguas
en otro estadio de la carne, lo sin y alargado, algarrobo,
precedente que ubica el espacio donde estoy.
Son las cosas restantes, el equilibrio en mi posición de artista
que yace o aletea debajo de mis párpados pero que es filosofía
calmada.
Grecia sigue siendo un murmullo.
Hoy sólo hay geometría (siempre la hubo, entiendo).


el ¡Nah! daría para un ensayo por sí solo; no sólo divide el poema como una rebanada retiniana de Buñuel en dos partes como dos esferas (y por lo tanto instalando allí la mandorla, el ojo vertical al trasluz de ese cruce de regiones con el que siempre está jugando, como con fuego, Rodríguez el brujo, el aparcero del enigma, el oidor del murmullo)

también mete leña a lo transmental (vg. las letras expandidas de “Dicotomía de puertas corredizas”, el chistido prolongado de “500”, etc.), desde la extracción de lesa oralidad hasta el estrato preverbal, no por ello menos expresivo, si no más, porque emergencia corporal, sacudimiento del árbol de la razón meramente intelectiva, infiltrando la sospecha de que la posición de artista no sería sino filosofía calmada aun cuando persista, en el mismo empeño de la acosificación (vg. “Néstor”), un furor que no deja de pulsar las entrañas (que él mismo lee) del chamán

porque exista la condena del destierro, ya no de un sitio sino de todo sistema de ubicuidades, ello no impide que los alcances del acto expresivo se alíen con las potencias indómitas del devenir, haciéndolas pasar por la canaleta de canal regulado (cantaleta antiletánica) del lenguaje


Rectifico: quizás sea una interioridad lo que despierta al cuerpo.


como si un río que sin embargo el sentido no acanala o un acallamiento imposible atravesando las construcciones, la Cultura, el Arte Literario, la desinstalación poética en el lenguaje equivale a un presente obsequiado a los ritmos-dioses (y mucho más si dioses desconocidos, quizá no buscados), al ritmo pendular y al mismo tiempo asimétrico, irregular, de la respiración, que es una confianza, aún, y pese a las amarguras y el desacuerdo que parece animar lo fantasmal (gas) del entorno al que Rodríguez somete a un tratamiento de oblicuidad, como si razonara a partir del rabillo, es decir llevando siempre las cosas a un borde de campo

en todo caso si ocurre el desborde, no es en la solución matérica de los propios poemas, ornamentación cuya geometría sacral o ritual no oculta en absoluto la crudeza, la corporeidad de la palabra pronunciándose, donde el poema es una membrana para otra suerte de vibras, víboras de la resonancia incluso en cuanto imagen que sólo el verbo podría mostrar, presentar

el desborde —esta calidad del desborde— concurre fuera del campo de circunstancias, fuera del dictamen de los hechos, fuera del régimen de futuros o sus usufructos, ocurre —y nos agita en un ágora que de nuevo es porque es nuevamente inquietud— en esencia, incapturable, ahí donde es preciso que el lector se mueva con un sigilo especial porque adentrado

la puesta en presente de la lectura se produce en Carlos Rodríguez porque en su entrega escritural no habría otra escapatoria que curtirse en esa fuga concéntrica y centrífuga a un tiempo, unánime tiempo, fuera del tiempo cronometrable, de la mensura territorial, de la interpretación verbalizable, de la posesión incluso de la propia autoría, donde la voz escrita es sin embargo la voz, una voz que está diciéndolo todo, absolutamente todo ¡y porque ya sin totalidades en perspectiva!


Los referentes de la industria mágica que represento no sólo
son símbolos, cuadernos que parecen de la nada.
Hay un volumen, un objeto que no es exactamente la palabra.


CR se encuentra en esa vertiente de poetas que, más allá de estéticas particulares, apuestan por incorporar el misterio a su expresión, lo cual expresa su propio misterio en tanto manifestación, no inefable pero sí inexplicable: mientras unos cuantos se dedican a perorar sobre los síntomas de una recortadísima realidad opresiva (y de esta suerte legitimarlos), otros, muchos menos, esquirlando el panorama achatado con la insólita luz diagonal de su poesía, se entregan a una voluntad curativa en el lenguaje

si no puedo curarme a mí mismo, que al menos mi lenguaje se desprenda en lonjas reparadoras, en hilachas de percatación allí donde se ha vulnerado lo imperceptible, donde nos hemos quedado a oscuras y sin una soledad que sea realmente nuestra: sin la resonancia porque sin la escucha, aquí, aquí, en el entre


el entretanto es la sustancia o la pasión, la alquimia
que resguarda lo entredicho.


no son ya las dolencias sostenidas ni los deslumbramientos lo que ampara la lírica de CR, sino un ahondamiento en los intersticios entre el dolor y el goce, en el entre metamórfico, en el hiato (insistamos), punto de fusión ausencia/presencia, y justamente la palabra en esta obra poética se inscribe y se propaga en tanto destilación de una esencia

es posible que se trate de una esencia transformable: una herramienta esencial, matérica tanto como inmaterial, concebida para precisar (“incrementar la necesidad”) en dimensiones simultáneas la esencia, tocarla con precisión amorosa, a su vez transformadora que porta la reminiscencia de lo desconocido, que ahora mismo y adonde aquí sea, está leyendo por sobre nuestros hombros, lo imperceptible reminiscente, incluso por la vía incorporativa donde lo doméstico adquiere o recupera un destello particularmente inquietante, una traslucidez tan intensa que adviene para desmoldar —para la continua reformulación en que consiste, a nivel elemental, la magia— mucho más que para conformar


Luego hoy, alarmado desperté en una ola muerta (millones de
años me esperan (físicamente inexistentes (no habrá cronología, un rostro,
algún espejo donde pueda yo mirarme))
No es esto realmente lo que quiero señalar.
Hay fiesta realmente en mi emoción que no aparento.
Suceden cosas y quiero referirlas sin tanta descortesía como
suelo a veces.
Es de suponerse que lo mágico del caso no son las redes que
atrapan al lector como cuando existe por ejemplo un personaje,
una amabilidad de carne (y no es un recuerdo personal de la
gramática (como Añorga que fue uno de esos cariños raros de la escuela)).
Hoy hay otras precisiones que no personifico sino señalo al detenerme.
No hay que jugar a la palabra.
Por ejemplo INS significa que la cola del alzado ahuyenta
primaveras y al morir la página hay un aparato ronco destilando aire.
¿Qué más podría añadirse a ese lenguaje?
(…)
Se lo decía a mi hermana hace muchos años.
Recuerdo nuestras cosas, lo incipiente, tu llegada, la caída
de un rocío sobre la balaustrada donde paseábamos la tarde
mirando los furgones de una carretera.


para ajustar aun más la espiral de este anillo (de gas), una consideración final acerca de la ausencia de la obra poética de Carlos Rodríguez en diversos catálogos e inventarios de turno: así como la de otros ausentados del por-ahora, decidido por diez o quince personas por todo panorama, inevitablemente provisorio, de la lengua, irá de a poco adquiriendo resonancia hasta llegar irradiante a sus lectores, los que irán reconociéndose en cuanto tales, a medida que puedan ir tomando contacto, a través de su publicación —por acto de justicia poética, de la mano de un devoto lector de-la-primera-hora y fiel amigo de Carlos, como León Félix Batista, gestor de esta publicación— con su potente fragilidad

por tal motivo quizá ni nos habremos dado cuenta, todavía, de que estábamos, nosotros mismos, perorando, frígidos de modernidades, de demoras en la corazonada, ante una de las poéticas que desatan, ya, de todos sus epitafios, nudos, encierros y venenos celosamente guardados, a la poesía del siglo que recién comienza


¡Nah!


porque ésta es poesía venidera y sólo recién comienza a danzarnos la atención con otras velocidades, para otros detenimientos, incluso por aquellos de sus matices que no podemos siquiera atisbar todavía —la poesía vuelve a revelarse gradualmente y mientras está viva va mutando significados en los signos combinados, alterados, alertados y sin embargo no por ello menos reales a la conmoción del inmenso entre, es decir de lo desconocido que, también nosotros, en tanto colectores de poesía, nos guste o no, encarnamos

quizá el retraso en el reconocimiento de un poeta como éste (Auguro rostros aborígenes) pueda verse, a la luz de la esforzada difusión de su obra, como inequívoca señal de que ni siquiera hemos comenzado a leer, que la poesía no se aprende a leer nunca del todo y que lo más probable es que ni lleguemos, siquiera, a aprender, o saber que aprendemos, a secas y en general, a leer

pero, aun así, sin embargo, algo en nuestra capacidad integradora se desbloquea a efectos de una resonancia interior: habrá que seguir leyéndote, Carlos, hasta que nos sangren los ojos, hasta que seamos capaces de leer a través de los signos, hasta que el fraseo, del hiato, separarse ya no pueda

puerto gaseoso nos llega en tanto conversación con lo imperceptible, con la persistencia siempre creciente —tragedia y goce— de su embate




* Para seguir la consustanciada des-proyección continua, activada por Krishnamurti.

** Alusión a título y contenido simultáneos del libro El infinito interior de Georges Bataille.

*** Vide cher Rimbaud…

**** Carlos Castaneda dixit: precisamente quien aludió reiteradas veces al movimiento de lo que él denomina el punto de encaje. Al mover el punto de encaje, ahí donde estaba fijada nuestra percepción de la realidad, necesariamente se desplaza la conciencia, instancia en la cual lo real, por entero, ya ha cambiado. ¿Adónde estamos mientras eso ocurre? ¿Quién legislaría el hecho? ¿En qué magnitud se consignaría ese viraje?

miércoles, abril 20, 2011

GLORIA Y REPUDIO: BIOGRAFIA DE PEDRO SANTANA


Esta es la vida de Pedro Santana, el hombre más apasionadamente discutido, quizás, de la historia dominicana.

Fue un simple hombre de carne y hueso, con nada excepcional a su favor: hombre rústico que creció en el campo, cuidando animales y vigilando siembras y, de repente, se vio envuelto en una serie de precipitados acontecimientos que cambiaron por completo su vida, convirtiéndola en una veloz sucesión de episodios aparentemente contradictorios. Fue Presidente de la República en varias ocasiones, pero se organizaron innumerables tramas para derribarlo; fue un símbolo de heroísmo durante los tres primeros lustros de la Patria, pero ha tenido más detractores que ningún otro personaje en la historia dominicana; fue el hombre más enaltecido durante 17 años, pero se le declaró traidor a la Patria varias veces; fue desterrado del país, pero el pueblo le abrió las puertas en la primera oportunidad; fue proclamado Libertador de la Patria, pero él mismo arrió la bandera nacional para enarbolar una extranjera…

Este libro pretende ser una simple narración de su vida, para ayudar a comprender estas aparentes contradicciones.

http://www.eldia.com.do/vida-y-estilo/2011/4/19/50790/Gloria-y-repudio-biografia-de-Pedro-Santana-vuelve-a-circular